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domingo, 24 de julio de 2016

TRUMP Y EL POPULISMO GRINGO, por Steven Levitsky



Steven Levitsky 23 de julio de 2016

El surgimiento de Donald Trump sorprendió a casi todos los analistas políticos norteamericanos. Trump es un outsider y, salvo unos pocos héroes militares, ningún outsider ha ganado la presidencia norteamericana. Más estrella de reality que político, Trump es visto como payaso por el establishment estadounidense. Pero venció a 16 rivales en las primarias republicanas y se acerca a Hillary Clinton en las encuestas. La élite está en shock.


Para muchos latinoamericanos, sin embargo, el fenómeno Trump no es novedoso. Trump es un populista. Como Perón, Chávez, Fujimori, Bucaram, Correa, y Humala en 2006 (pero no en 2011), es un outsider personalista que moviliza a la masa con un discurso antiélite y antiestablishment.

Primero, no ha ocupado ningún cargo público. Nunca ha sido candidato a nada. En un país donde cada presidente elegido en los últimos 60 años ha sido gobernador, senador, o vicepresidente, un candidato novato es una rareza.

Segundo, Trump es personalista. No tiene propuestas claras. El programa republicano tiene tres elementos básicos: (1) mercado libre; (2) política exterior agresiva y militarista; y (3) defensa de los valores conservadores (pro-religión, antiaborto, antigay). Trump rompe con todos. No adhiere ni al libre mercado (es proteccionista), ni a una política exterior intervencionista (se opuso a la invasión de Irak). Tampoco se asocia con valores religiosos. El programa de Trump es muy ambiguo. Sus posiciones sobre el aborto, Irak, los impuestos, la reforma del sistema de salud, y la inmigración han cambiado dramáticamente. Pero eso importa poco, porque la campaña de Trump se enfoca en su persona, no en su programa. ¿Cómo resolver el conflicto con Rusia? Según Trump, basta que él hable con Putin. ¿El surgimiento de China? Él negociaría relaciones comerciales más favorables.  ¿Cómo? Hay que confiar en Trump.

Finalmente, Trump es antiestablishment. Como Fujimori en 1990, Trump se peleó con casi todo el establishment. La élite republicana no lo quería. Los empresarios que financian al Partido Republicano tampoco. La derechista Fox News trató de derrotarlo. Pero el desprecio del establishment solo benefició a Trump. Se posicionó como el defensor del hombre común luchando contra una élite distante y corrupta. Y atacó a los políticos y los medios del establishment con una dureza poco vista. Los insultó. Los humilló. Y así conquistó el electorado republicano.

Como muchos populistas, Trump es autoritario. Viola las normas de la decencia. Insulta a sus rivales. Se burla hasta de sus características físicas. No se adhiere a las normas democráticas.  Amenaza a los periodistas. Propone medidas anti-constitucionales. Alaba a dictadores como Mussolini, Putin, y Hussein. Y tolera, justifica, y hasta fomenta actos de violencia, incluyendo ataques físicos contra manifestantes en sus mitines de campaña.

Trump, entonces, es el candidato presidencial más populista que ha surgido en EE.UU. desde William Jennings Bryan en 1908. ¿Cómo explicar su éxito?

Algunas de las causas del populismo gringo son parecidas a las del populismo latinoamericano.  Una es la desigualdad. El populismo es producto de la desigualdad, sobre todo cuando genera una amplia percepción de exclusión. El nivel de desigualdad en EE.UU. aumentó mucho en las últimas décadas. El índice GINI, que mide la distribución de ingresos, aumentó de 0,39 en 1968 a 0,48 en 2012. Esto se debe a políticas socioeconómicas derechistas y cambios estructurales que eliminaron progresivamente el trabajo manual bien remunerado. Se ha vuelto muy difícil mantenerse en la clase media sin estudios universitarios. Y la brecha entre la gente con y sin educación es cada vez más grande.

La nueva desigualdad  ha generado un sector de clase media/media baja –sobre todo, hombres que antes trabajaban en el sector manufacturero– que se siente excluido. Muchos creen que la inmigración y el libre comercio les quitan trabajo y están destruyendo a su calidad de vida. Y como los republicanos y demócratas igual apoyan a la inmigración y el libre comercio, perciben (no sin razón) que la élite política los ignora. Esta es la base electoral de Trump (que, además de tirar bombas a los políticos, se opone a la inmigración y el libre comercio)

Pero el populismo de Trump también tiene características bien gringas. Se basa en dos nostalgias importantes. La primera es una nostalgia racista. Hace un tiempo, EEUU era un país dominado por blancos protestantes. Los blancos constituían la gran mayoría de la población y, gracias a la discriminación contra los negros y otras minorías, ocupaban casi todos los puestos políticos, económicos, y culturales más importantes. Ese mundo dejó de existir. Los blancos tradicionales, que eran casi 90% de la población en 1950, bajaron a 80% en 1980, 69% en 2000, y 62% en 2015. Dentro de tres décadas, las minorías serán mayoría. Y gracias a la lucha contra la discriminación, las minorías ocupan más posiciones de poder.  Hoy, por ejemplo, el presidente es negro y no hay un solo blanco protestante en la Corte Suprema (hay 3 católicos; 3 judíos, una latina, y un negro).

Estos cambios han generado una reacción racista, sobre todo entre los blancos que viven en el interior y en pueblos pequeños. Como dijo el “trumpista” Jared Taylor, “los blancos tradicionales no quieren que sus barrios se vuelvan mexicanos”.  Para muchos trumpistas, el eslogan “Take our country back” (Recuperemos a Nuestra Patria) significa recuperar a la patria de los negros, los judíos, y los inmigrantes.

El discurso populista de Trump apela a la nostalgia por un Estados Unidos blanco y protestante ya desparecido. Este elemento racista es la razón por la cual el populismo norteamericano es más derechista que el populismo latinoamericano.

La segunda nostalgia que fomenta el populismo de Trump es la nostalgia nacionalista. Hace medio siglo, los EEUU eran un poder (militar, económico, cultural) hegemónico. Volvieron a serlo brevemente en los años 90, con el colapso soviético. Pero en el mundo multipolar de hoy, EEUU se ha vuelto menos dominante. Sigue siendo una potencia militar y económica, pero ya no ejerce –ni volverá a ejercer– la influencia hegemónica que tenía décadas atrás.

Muchos norteamericanos no aceptan este cambio. Crecieron con la idea de que EE.UU. debe imponerse al resto del mundo. Para ellos, la hegemonía gringa es el estado natural de las cosas. Cualquier desviación –no poder imponerse en el Medio Oriente o en China, por ejemplo– genera una sensación de pérdida y crisis. Y en una sociedad acostumbrada a exportar su cultura al mundo, los cambios culturales traídos por la globalización –nuevos idiomas, cine internacional, fútbol de verdad– son difíciles de digerir. Cuando Trump dice que los gringos “ya no ganamos”, y que bajo su presidencia EE.UU. “volverá a ganar”, apela a la nostalgia por un pasado hegemónico que no regresará más.

Subestimamos a Trump, porque no nos fijábamos seriamente en las fuentes del populismo estadounidense.  Ahora enfrentamos el momento político más peligroso del último medio siglo.  Los costos de un gobierno de Trump –para nuestra democracia, para nuestra sociedad, y para el mundo– serían altísimos.

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