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miércoles, 27 de julio de 2016

Venezuela: los desplazados del interior @penfold_michael


Por Michael Penfold


En la Venezuela de hoy, nacer en el interior del país es vivir una condena. Todos los venezolanos han sido impactados directamente por la alta inflación, el agobiante desabastecimiento y el racionamiento eléctrico, pero estos flagelos comienzan a tener un claro sesgo territorial. Y ese sesgo es por diseño gubernamental y no corresponde a una realidad geográfica, ni mucho menos histórica o cultural. Los diversos tipos de controles, pero muy especialmente aquellos vinculados con los temas de distribución de alimentos, medicinas y acceso a servicios básicos como la electricidad, están pensados políticamente para que los grandes centros urbanos como Caracas no protesten ni se levanten.

Caracas puede sufrir, pero según esta lógica Ciudad Bolívar debe sufrir aún más. Vivir en Clarines o Lagunillas —o incluso en un pueblo más remoto, como Timotes o Elorza— es un pasaporte inequívoco a la desigualdad y a la pobreza.

El actual conjunto de políticas públicas es tan absurdo que ese activo geográfico que supone habitar en alguno de estos hermosos lugares, dotados de todo tipo de recursos, ha sido convertido por el gobierno en un pasivo insuperable.


El actual modelo económico es tan moralmente injusto que la población no sólo se está haciendo cada vez más pobre como consecuencia de la inflación y el desabastecimiento, sino que además la desigualdad en todas sus dimensiones (individuales, pero también territoriales) ha adquirido carices verdaderamente aberrantes. Nunca ha sido históricamente más triste ser caraqueño que en esta época de escasez en la que empezamos a reconocer la ubicuidad de estas inequidades en el interior de Venezuela.

Varias noticias corroboran el desespero ante semejantes desequilibrios. En una estación de radio colombiana que reportó diligentemente la magnitud del número de personas que esperó la primera reapertura del puente Simón Bolívar para apertrecharse del otro lado de la frontera, una periodista describió detalladamente la cantidad de autobuses que venían desde el oriente del país. Las más de treinta mil personas concentradas en el puente no eran sólo tachirenses, ni merideños ni zulianos, sino que eran venezolanos de ciudades y pueblos lejanos dispuestos a cruzar todo el territorio nacional para encontrar alimentos y regresar a sus casas un poco más aliviados.
Hace varias semanas, una cadena de supermercados en Acarigua recibió productos regulados de forma abundante. En pocas horas, la fila de ciudadanos rebasó las diez cuadras llaneras, tal como son el tamaño de las manzanas en esa ciudad. Miles de personas aguardaron pacientemente la entrega de los números para acceder al automercado por orden de llegada. Las autoridades se inquietaron y comenzaron a indagar de dónde venía tanta gente. Para sorpresa de ellos, no se habían trasladado únicamente de lugares aledaños como San Carlos, Tinaco, Guanare, Ospino o Tinaquillo, sino que habían arribado desde lugares más distantes como El Sombrero, San Fernando de Apure y Barinitas. Para las autoridades, era evidente que se trataba de una operación de “bachaqueros” que venían de otras partes del país.

                                       Fotografía de Rodrigo Picón

Inmediatamente, las fuerzas de orden público ordenaron traer unos autobuses para llevarse presos a varios de estos “abusadores” y amedrentarlos para que no osaran comportarse nuevamente de esta forma. En pocas horas, después de interrogarlos, se les hizo evidente que aquellas personas no eran “saboteadores de oficio”: se trataba de venezolanos de diversos estratos sociales adoptando estrategias de viaje cada vez más dramáticas y estrambóticas para poder superar la situación de escasez. Las autoridades —en un acto de sensatez— los dejaron en libertad.

Hace unos días un comentarista, Javier Liendo, quien además es fotógrafo y le gustan los ejercicios digitales y cartográficos, escribió un artículo muy interesante utilizando datos sobre los linchamientos y los saqueos a nivel nacional para observar su distribución espacial. El mapa refleja que estos eventos parecieran estar concentrados fundamentalmente en zonas urbanas. Esto corrobora, para Venezuela, lo que es una regularidad empírica a nivel global: cuando hay situaciones de escasez los saqueos ocurren precisamente en zonas más urbanas, pues es donde están concentrados los comercios formales. Según este mapa, en las zonas rurales todo parece estar normal.

La película, sin embargo, está incompleta: el ejercicio no contabiliza las llamadas protestas por comida en zonas apartadas. En estas áreas geográficas las protestas no siempre se transforman en saqueos, pues no hay comercios formales (lo cual no implica que no haya descontento). En las zonas rurales el fenómeno adquiere otra tonalidad. Aparecen otras formas de protestas que tienen una lógica diferente: en algunos casos son bloqueos pacíficos de vías para lograr que el gobierno atienda a la población y en otros casos los bloqueos derivan en actos violentos. Estas protestas buscan, por medio de diversos mecanismos, llamar la atención del gobierno para lograr ser atendidos y mitigar la emergencia alimentaria.

En Mucuchíes, a mediados de junio, los habitantes del páramo decidieron protestar enardecidamente por falta de comida, cerrando la carretera y quemando objetos. Rápidamente, el gobierno regional y el REDI de Mérida tuvieron que atender la demanda de la población.

En Choroní, los campesinos que habitan en el Parque Nacional Henri Pittier se vieron forzados a hacer lo mismo cerrando el acceso a los turistas. La gobernación de Aragua tuvo que responder.

Estos ejemplos, sin duda alguna aislados, ilustran cómo las poblaciones que viven en zonas remotas aprenden velozmente que las protestas por comida son un instrumento de lucha social efectivo. Representan formas de protestas legítimas que le permiten a los pobladores encender las alarmas ante las enormes fallas de unos sistemas de distribución que han sufrido como consecuencia de los controles de precios y los controles logísticos que el mismo gobierno ha estimulado.

Cuando el gobierno tarda en responder, como ocurrió en Cumaná, en Aroa o en Tucupita, que claramente no corresponden a espacios estrictamente rurales pero sí a zonas urbanas en transición, las protestas escalan a situaciones más violentas e incluso se transforman en saqueos. Y luego viene la represión y la búsqueda de los “culpables”.

Fotografía de Carlos Guaimare, tomada en Cumaná la mañana del viernes 17 de junio de 2016 tras la jornada de saqueos. 

Estas fallas en los sistemas de distribución son el resultado inequívoco de los controles de precios, así como de la imposibilidad del sector privado de atender la demanda por la falta de un sistema cambiario que les permita acceder libremente a las divisas para poder producir localmente o comercializar productos importados.

En el fondo, entonces, la delicada situación venezolana es una crisis de abastecimiento inducida por un modelo económico draconiano. Y precisamente por lo extendido de estos controles tan absurdos y bizantinos, esta crisis se ha convertido además en una crisis de distribución. Y esta crisis de distribución ha impactado a su vez la desigualdad en el acceso, no sólo individual sino también territorial, a los alimentos y a los productos de cuidado personal e higiene.

Hay tres fenómenos que explican por qué el colapso económico se está exacerbando y por qué se han hecho más severos los problemas de distribución en el interior del país. Ciertamente, el problema no está circunscrito a los bachaqueros, quienes controlan parcialmente la desviación del comercio como ha subrayado Luis Vicente León. Tampoco se tarta sólo de “llenar las tuberías de agua” como lo ilustra metafóricamente Ricardo Haussman de manera correcta en un reciente artículo que peuden leer aquí en Prodavinci. Mejorar el abastecimiento sería algo que sin duda alguna ayudaría, pero resulta que en algunas zonas del país ya ni siquiera se cuenta con esta infraestructura. Han desaparecido las tuberías: el sistema de distribución está quebrado y ha perdido su capilaridad.

El primer problema que aumenta la resonancia social del desabastecimiento es que el gobierno, al expropiar a diversas cadenas mayoristas, terminó acabando con este canal de distribución, acusándolos de acaparadores o metiéndolos presos por estar desviando productos regulados. El sector comercial, al igual que el sector productivo, ha sufrido por nacionalizaciones y confiscaciones que los han llevado a la ruina. Y el resultado es que los comercios pequeños y medianos en el interior del país, tanto formales como informales, que se surtían con los mayoristas para adquirir productos regulados, ahora no pueden hacerlo pues estos locales ya no existen. Esos comercios ahora tienen que acudir a aquellos canales minoristas de cierta escala que no hayan quebrado y que, en su mayoría, continúan operando fundamentalmente en los principales centros urbanos del país. Y por eso es que el bodeguero de Santo Domingo ahora tiene que hacer fila junto con los habitantes de Mérida para poder comprar en las diferentes cadenas de automercados pues ya no puede comprarle a su antiguo aliado mayorista. Así se explica por qué las colas en este tipo de cadenas se están haciendo cada vez más largas y por qué la gente está dispuesta a hacer enormes recorridos geográficos para poder surtirse. Pero además nos ayuda a comprender por qué hay mayores niveles de protestas e incluso de saqueos: cada vez son más personas compitiendo por menos productos en menos comercios.

El segundo problema es que el gobierno ha optado por crear regulaciones que permiten compensar a los trabajadores mediante beneficios en cestatickets o mecanismos similares, incluso siendo mayor la cantidad que perciben por tickets de alimentación que por el pago del salario. Todo esto para minimizar las incidencias del aumento salarial sobre los pasivos laborales. Esta realidad es particularmente patente en el sector público, aunque algo similar está ocurriendo en el sector privado. Los beneficios no salariales con los que cuenta un venezolano que trabaja en el sector formal pueden llegar incluso a ser mucho más altos que su compensación salarial, pero esta distorsión laboral tiene un problema: sólo se pueden utilizar los cestatickets en cierto tipo de comercios formales. Y el efecto de esto es doble: ahora más personas persiguen menos productos regulados con más cestastickets, pero sólo pueden pagar estos víveres en un número aún menor de comercios formales (que son los únicos que aceptan este instrumento de pago). Y es evidente que este tipo de comercios son más numerosos en ciudades como Maracay o Puerto La Cruz que en La Victoria o El Tigre. El resultado es el mismo: filas significativamente más largas en este tipo de establecimientos en todas las ciudades; pero incluso más largas en aquellas ciudades intermedias del interior en las que los comercios que aceptan cestatickets se llegan a contar con los dedos de la mano. Esta tragedia es todavía más dramática para una persona que trabaja para el sector público en una zona rural, pues no tiene alternativa: tiene que viajar inexorablemente a otras ciudades para poder comprar su mercado.

                                       Fotografía de Rodrigo Picón

Por si fuera poco, como las personas no pueden utilizar cestatickets para comprar productos en el mercado negro controlados por los bachaqueros (pues ellos no aceptan esta forma de pago), no pueden surtirse informalmente aun si quisieran pagar más por el mismo producto regulado. De modo que los cestatickets terminan haciendo a las personas más dependientes de estos productos y sólo pueden acceder a ellos en un número cada vez menor de establecimientos.

Es un círculo vicioso que se ha intensificado.

Una de las consecuencias de este cambio en la dinámica del mercado informal de los bachaqueros es que este comerciante informal ya no provee servicios a la gente que antes atendía. Ahora compite directamente con sus antiguos clientes y, por lo tanto, entra en un conflicto abierto con ellos por el acceso a los productos regulados. Por eso el comportamiento de este grupo de individuos se ha vuelto cada vez más violento en las colas: los bachaqueros ahora también enfrentan la escasez causada por menos productos y más personas (muchos de los cuales antes eran sus clientes) demandando los mismos productos en la mismas tiendas minoristas.

El conflicto, por lo tanto, también se ha concentrado.

El tercer problema es el transporte y ya se ha tornado muy complejo. No sólo es cada vez menos atractivo comercialmente para los transportistas abastecer poblaciones que están más apartadas de los principales centros logísticos del país, sino que además es cada vez más inseguro. La probabilidad de que un camión sea saqueado o asaltado en el camino es más alta y, mientras más lejos sea el destino, más probable es que ocurra un evento de esta naturaleza. La consecuencia es que cada vez haya menos transportistas dispuestos a cubrir ciertas rutas, a menos que se les asegure protección. Es frecuente escuchar noticias de camioneros que llevan productos regulados hacia ciertas zonas del país (especialmente hacia Oriente) y piden ser escoltados por fuerzas militares. Este aumento de la inseguridad induce una profundización tanto del desabastecimiento como de la inequidad en la distribución, pues los transportistas por razones perfectamente justificables terminan favoreciendo ciertas rutas más seguras así como aquellos centros urbanos más cercanos.

Venezuela está sumida en un juego diabólico que ha terminado por hundir la condición humana de los ciudadanos del interior. El sistema de controles que se ha impuesto en Venezuela (por razones económicas y por razones morales) debe ser desmantelado. Es una aberración que nadie puede justificar socialmente. Sólo aquellos funcionarios que se benefician de la corrupción que genera semejante esquema pueden defenderlo. Y no hay duda de que quienes más han padecido esta situación tan absurda y abyecta son las provincias del interior.

Sin embargo, en todo esto hay algo más profundo, algo más humano: los venezolanos que viven lejos de los centros urbanos son muchas veces más aguerridos que quienes vivimos en la capital. No son objetos que pueden ser manipulado para que los habitantes de Caracas no protesten, para que en la Zona Metropolitana no se tenga que racionar la electricidad, para que en los principales centros urbanos se experimente una escasez de alimentos o de productos de cuidado personal menor. Esta situación tan desigual requiere ser revertida inmediatamente y reestablecer los derechos individuales de todos los venezolanos: esos mismos derechos que establece la Constitución Bolivariana. Sí, el mismísimo librito azul.

Porque ya este problema no es un asunto económico. Es un asunto de dignidad.

25-07-16

http://prodavinci.com/blogs/venezuela-los-desplazados-del-interior-por-michael-penfold/


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